“Si se calla el cantor,
calla la vida
Porque la vida, la vida
misma es un canto.
Si se calla el cantor,
muere de espanto
la esperanza, la luz y la
alegría…”
Horacio Guaraní
Su andar parecía el de un
ser completamente desolado. Las ojeras y los ojos vidriosos, escondidos detrás
de unas gafas de sol, eran típicos de cómo se sentía. Era de mañana y estaba resolviendo unas
gestiones bancarias. Coral no quería estar ahí, deseaba irse a dormir,
desaparecer, hacerse invisible para ella y para los demás. La fila era muy larga
y apenas se movía, había únicamente dos empleados atendiendo y la ansiedad en
su cuerpo crecía como un monstruo que ocupaba cada célula de su ser. Cuando su paciencia se agotó, no lo toleró más
y se marchó. “Qué incapaz soy”, pensó. “No puedo hacer algo tan sencillo como esperar
en una fila”.
Llegó a su casa con mucho
esfuerzo; era muy difícil manejar cuando se estaba tan distraída. Los demás
conductores protestaban con sus bocinas, hacían gestos insultantes pero ella no
les hacía ningún caso. Apenas podía
concentrarse en el camino que tenía en frente para poder llegar a su destino y
no estaba precisamente del mejor ánimo para aguantar malacrianzas de nadie. Siempre, a su pesar, había un día más; el
banco y su fila serpenteante podían esperar hasta que llegara mañana y si tenía
suerte a lo mejor iba a ser uno de esos días no tan malos.
Hoy amaneció en un mal día.
Había días malos y días peores. El medicamento nuevo podría tardarse unas seis
semanas en hacer el efecto deseado, comenzando a ver una mejoría tal vez en dos
semanas, si es que la mejoría llegaba.
Estaba muy molesta. Era un proceso largo y tedioso porque si el fármaco
no funcionaba había que comenzar desde cero todo el proceso, otra vez. La
impaciencia de no saber si funcionaría o no, la incomodaba grandemente. Había
que repetir la prueba con un fármaco a la vez porque si no se hacía de esa
manera, luego no se iba a poder distinguir cuál había que remover y cuál
aumentar o dejar. Además de los propios síntomas de la enfermedad, se sumaban
los efectos secundarios del medicamento en cuestión, que se irían con el
tiempo, pero mientras tanto estaba en un periodo de prueba y tenía que
soportarlo. Realmente su cuerpo pasaba a ser un pequeño laboratorio donde se
hacía un ensayo de prueba y error1 hasta que finalmente se conseguía
el equilibrio deseado. Ya llevaban meses…
Eran las tres de la tarde,
sin embargo, todavía no se había levantado de la cama, no había ni comido, ni
se había bañado y tampoco se había lavado la boca. Le dolía mucho la cabeza,
esa sensación punzante detrás de los ojos que no se iba con ningún analgésico y
que no quería ceder… Tenía nauseas pero su estómago estaba vacío. Los ojos
cerrados, la mente dando vueltas en un espiral de pensamientos negros y grises.
“¿Habrá alguna manera de ponerle fin a este dolor sin lastimar a nadie?” No sabía
cuánto tiempo más iba a poder tolerarlo, sencillamente no quería pensar pero el
torbellino se generaba sólo y ella no tenía control. En lo que se estabilizaba la
agonía que sufría parecía eterna y por lo que aparentaba, pasaría bastante
tiempo para poder controlarla. Si
pudiera decir “paren el mundo que me quiero bajar” tal vez habría una mejoría
para ella, el inconveniente eran todos los que la querían en el mundo con
ellos.
No recordaba con exactitud cuándo
comenzó todo, aunque sabía que fue en algún momento de su adolescencia, tal vez
pudo haber sido antes pero no tenía conciencia de ello. Ese momento en que para cualquier chico es
malo, para ella fue peor. Hoy en día no quiere pensar en que podría tener que
pasar por esa etapa de su vida otra vez, sin embargo recuerda como los
profesores de la escuela secundaria les decían a todos los estudiantes: “Este es
el mejor momento de sus vidas, porque la única obligación que tienen por ahora
es estudiar y divertirse sin ninguna responsabilidad”. ¡Y qué razón tenían!
En ese entonces los episodios
venían bastante espaciados y como no entendía lo que le pasaba podía buscar
excusas para su tristeza, su falta de concentración, su necesidad de no hacer
nada y evadir todo el dolor que su alma sentía.
Esa falta de esperanza, esa angustia permanente, esas ganas de no respirar
no duraban tanto y con el tiempo todo desaparecía y se transformaba otra vez en
un “ser normal” como cualquier otra chica de su edad. Su ánimo mejoraba, en la escuela
disfrutaba de nuevo con sus compañeros y estrenar el traje que le había hecho
su mamá para una fiesta era un verdadero placer.
En esos tiempos no era muy
común padecer de una enfermedad mental, el estigma social por cualquier tipo impedimento,
no solo mental, era aterrador. Un joven
que conocía de la escuela, tenía dislexia2 y no sólo los chicos
murmuraban detrás de sus espaldas, sino que los padres sus compañeros también. Los
que nacían cuadripléjicos eran monstruos que era mejor esconderlos en su cama, cualquiera
que tuviera una pierna más corta que la otra era un “cojo” y las bromas crueles
no se hacían esperar. Una persona con sobrepeso
era “un gordo asqueroso”. Una persona con el Síndrome de Down era “un mogólico”,
luego se podría aplicar ese término a alguien que no tenía la enfermedad pero
que actuaba como si fuera un tonto. La palabra “retardado” o “retrasado mental”
también era un insulto para quienes no lo eran. Los que tenían problemas
mentales eran “locos”, o “dementes” y aunque se pudiera percibir que algo no
caminaba muy bien, era mejor ignorarlo para no tener que enfrentarlo. Si el
problema era muy, muy malo y la persona o su familia no tenían los recursos
adecuados, ésta quedaba internada en un manicomio porque las clínicas privadas costaban
muchísimo. El hospital de salud mental del estado ni siquiera quedaba ubicado
cerca de la ciudad capital, si no en un pueblo a 97 km . La pobre persona una vez que entraba en el
hospital de locos dejaría su identidad en la puerta del establecimiento y no
importaba su enfermedad lo tratarían como a uno más de todos” los animales”
internados allí, que si no llegaron locos, se volvieron completamente chiflados
por el ambiente insano al que eran expuestos y morirían allí sin ninguna alternativa
a la recuperación.
Muchos padres de buen nivel
intelectual no se imaginaban la penuria por la que pasaban sus hijos,
fundamentalmente, por desconocimiento e ignorancia, ni decir de los de un nivel
cultural bajo. Los maestros tampoco estaban preparados para detectar ese tipo
de problemas de salud y muchos chicos eran considerados ‘inquietos”,
“traviesos” y vagos. En una época en la cual los mismos médicos no sabían cómo
tratar los problemas del cerebro y los pocos fármacos que habían disponibles no
eran muy avanzados porque por lo general tenían unos efectos secundarios que
eran peor que la misma enfermedad, además recién comenzaba a tomar auge la
medicina psicosomática, ¿Qué podían saber los padres? No había acceso a
Internet, no existía la globalización, no había fax y los psiquiatras usaban
las teorías de Freud, Jung y Erickson como si el psicoanálisis y los problemas
de personalidad se iban a esfumar por el solo hecho de hablar con alguien.
La frustración también
imperaba en el ser de Coral. Se
preguntaba por qué otros chicos eran mejores que ella, porque eran brillantes
en todo sentido: culturalmente, en los deportes, en las actividades sociales y
por supuesto muy buenos estudiantes. Coral
parecía sentirse fuera de lugar todo el tiempo sobre todo si estaba rodeada por
ellos.
La autoestima de Coral
estaba por el piso y su timidez empeoraba aun más las cosas. Lo curioso era que
tenía éxito con los muchachos, su cuerpo era bonito, sus ojos claros, su
cabello rubio los atraía como abejas a la miel.
En las fiestas de los sábados no paraba ni un minuto de bailar, se daba
el gusto de rechazar a algunos candidatos y eso la hacía sentir mejor, a pesar
de todo. Muchos podrían haber pensado
que era frívola, que lo único que le interesaba era su cuerpo, su arreglo
personal, sus vestidos nuevos, su maquillaje y su peinado. La realidad consistía
en que su belleza era con lo único que contaba para sobresalir y poder competir
con todos los demás sin sentirse una completa inútil.
Tuvo que hacerse adulta
para superarlo, para darse cuenta de que podía hacer un trabajo de excelencia y
hasta mucho mejor que los demás, que podía triunfar por sí misma y que no era
la inservible o poca cosa como había creído en otro tiempo. Era una joven
adulta cuando se dio cuenta de su valía, de su capacidad y de todas sus
virtudes, que podía sobresalir y que era mucho más que aquellos que había
dejado atrás. Entendió por sí misma que no era solo una cara bonita, sino que
podía aportar ideas, que era reconocida no solo por su apariencia, sino por su
inteligencia, su simpatía y su manera de tratar a la gente. Era una Coral nueva quién por fin había
salido de su cascaron.
A veces la tristeza le enmarañaba
los sentidos, comía como una manera de aplacar el dolor y su sonrisa era un
desperdicio que no le llegaba a los ojos, sin embargo parecía que nadie se daba
cuenta, sólo ella y su esposo. Sus hijos tuvieron que crecer mucho para
entender que algo le pasaba a su mamá. Siempre
estaba desalineada y parecía que su ropa le colgaba, comenzó a comprar talles más
grandes porque ya casi nada le servía. Fue
descuidando su cuerpo y no estaba muy preocupada por su belleza
física, cuando no podía controlar cuál era el sentido que tenía su vida. El
maquillaje comenzó a faltar e iba a trabajar con la cara lavada. Cuando uno ha
vivido toda su vida con depresión no puede imaginar que lo que siente es
distinto a lo que sienten los demás. Durante su adolescencia cuantas veces al
verla triste su abuela le decía, “mal de amores”. Después de muchos años, ya en su adultez, Coral
entendió que lo mismo debía sentir un niño que nacía ciego y que por mucho
tiempo no se daba cuenta de que los demás sí podían ver y que él era diferente a
ellos, a los normales que no tropezaban con nada en su camino.
Llegó el verdadero amor y
después de conocerse por unos años, se casaron.
Coral quería irse de la casa de sus padres; quería volar. Quería hacer lo que quisiera sin tener que pedir
permiso a nadie, quería volver a su casa a la hora que quisiera y que nadie le
reclamara si llegaba tarde. Casándose,
consiguió su libertad, así era en aquella época para muchas mujeres y cada sexo
hacía su propio negocio. La mujer “escapaba” de su casa y “por llevársela”, el
hombre conseguía quién atendiera no sólo sus problemas domésticos, sino sus
pasiones. ¿Negocio redondo?
Coral estudiaba en la Escuela
de Arte de su ciudad natal. Siempre supo
que no iba a hacerse rica y que tampoco podía irse a Francia a estudiar con los
maestros de arte; estaba casada y una vida de bohemia no concordaba con su
estado civil y sus expectativas para el futuro. Siempre le gustó pintar y
dibujar porque su imaginación le permitía crear y la estimulaba a seguir
adelante, sin embargo muchas veces el fantasma de la tristeza la perseguía sin
dejarla en paz. En algunas épocas
parecía que había conseguido ahuyentarlo pero él siempre se las arreglaba para
volver y la atrapaba de nuevo.
Coral estaba felizmente
casada, hacía todo lo que le gustaba y era feliz. Todos incluyéndola a ella
suponían que a una chica sana, joven y bonita la vida debía sonreírle. Dentro de ella ya no quedaban excusas que
respaldaran el porqué de su sentir. “¿Será que me siento así, porque estoy más gorda
que cuando me casé?” Ya no le podía echar la culpa a una decepción amorosa, o a
que había peleado por su mamá por limpiar un sartén; se dio cuenta que todas
esas pequeñas cosas eran tonterías y tenían muy poco que ver con su estado de
ánimo. Tenía una relación estable con su esposo, estaban sumamente enamorados,
las relaciones con sus padres y con sus suegros no podían ser mejores. Todos
sus sueños se habían hecho realidad y sin embargo había periodos en que se
parecía a esos muñequitos que si no se les da cuerda no caminan. No tenía energía
y realmente en esos momentos nada le importaba, ni su esposo, ni sus padres, ni
salir con sus amigos, nada; ni siquiera ella misma.
Muchas veces era imposible
levantarse de la cama para ir a estudiar.
Realmente era un verdadero esfuerzo y eso que disfrutaba mucho de lo que
hacía, sin embargo había periodos en que no disfrutaba de ninguna de las actividades
que habitualmente le producían placer.
Para ese momento su padecimiento todavía era débil y no se había
mostrado con toda la furia que traería con los años. Coral sentía los altibajos
y si bien le parecía que no era algo normal, tampoco le parecía que era para
preocuparse. Lo que le ayudó a darse
cuenta de su realidad fue cuando pudo compararse con su esposo. El siempre se levantaba contento y esperaba
el momento del amanecer con mucha impaciencia para que ni un solo minuto fuera a
ser desperdiciado del nuevo día. El
siempre era estable y alegre, ella no. Tal vez, estaba un poco “ciega” y
todavía no se había dado cuenta que mientras ella se ponía triste los demás
estaban contentos. Tal vez, estaba tropezando sin saberlo.
Después de un año y medio de
estar casados tuvieron la oportunidad de ir a vivir a otro país y con un poco
de suerte gozar de la felicidad de ser jóvenes y libres. Realmente no tenían mucho
que perder y era el momento ideal porque no tenían compromisos. Llegó el
momento del viaje y llegaron a un mundo totalmente nuevo. Todo fue diferente
cuando comenzó, era asombroso: amistades nuevas, sensaciones nuevas, playas,
compañeros de estudios… Era una aventura,
una carrera de obstáculos, una búsqueda del tesoro, un cuento de hadas que no
sabían si iba a tener un final feliz, pero no importaba, cada minuto era fascinante
y divertido: un acento en el lenguaje completamente nuevo para sus oídos, palabras
que no significaban lo mismo hablando el mismo idioma, el perderse y por fin encontrar
adónde era que estaban metidos, los modelos de los autos, el calor humano, el menú
y las costumbres, la cultura, las máquinas expendedoras de refrescos y
meriendas, los restaurantes de comida rápida…
Todo era una novedad que disfrutaban día a día y lo fue por muchos meses
hasta que comenzó a ser rutina, ya no había más descubrimientos y los síntomas
volvieron sin ninguna razón de ser, sin previo aviso. Tal vez era el estrés del embarazo, el estar
lejos de su familia en un momento tan especial.
La mudanza, los preparativos, los problemas económicos, el repentino
dolor y el sangrado. Todo podía llevar a una “explicación”.
Sólo fue un susto y el
embarazo llegó a término. Estuvieron solos para recibir a su bebé. La depresión
había cedido mucho antes y tanto para Coral como para Pedro el día del parto
fue uno de los mejores momentos de sus vidas.
Ver nacer una vida es un milagro. Parecía que esta vez la felicidad iba
a ser duradera. Al y año medio encargaron otro bebé, sería un varoncito precioso
y la familia ya estaba completa. Pasados los años los dos trabajaban y se
sentían realizados en lo que hacían, tenían la bendición que les había llegado
con sus hijos. La nena era delicada y
dulce, el nene, bellísimo y siempre mas alto que los de su edad. Los dos muy
sanos y con los mejores rasgos de cada uno de sus padres. Todo iba muy bien
para la familia. ¿Qué más se le podía pedir a la vida?
Coral trabajaba en un lugar
en el que estaba muy a gusto. La
entrevistaron por la mañana y por la tarde ya estaba trabajando debido a sus
habilidades pero sobre todo a su resuelta disposición. Cada vez quería más, se esforzaba más y sus
ambiciones eran mayores; fue creciendo profesionalmente, quien hubiera dicho,
la vida la desvió un poco de su vocación pero tropezó con algo que la llenaba
casi de la misma manera y donde su imaginación y su creatividad la
reconfortaban. El arte gráfico, y las relaciones públicas se convirtieron en
parte de su vida, se puede decir que las respiraba sin embargo había meses que
no eran fáciles. Cuando su cerebro se
retobaba no tenía forma de controlarlo. Los
episodios de la enfermedad comenzaron a ser más continuos y se tardaban más en
desaparecer. El cerebro tardaba más en
reaccionar y recuperarse. Era difícil, pero todavía podía disimular ante sus compañeros
de trabajo que seguramente pensaban que tenía problemas personales o que estaba
de mal humor, sin embargo el cambio era drástico entre una Coral sana y una Coral
enferma… era abismal. ¡Qué pasaba, qué
le pasaba, no lo entendía! Durante ese
periodo se dio cuenta de que el problema se ponía peor, sus días normales eran
muchos pero los anormales también. El tormento llegaba como una réplica de un
terremoto. Los síntomas fueron empeorando y ya no se recuperaba tan rápido del
golpe, eso fue lo que la hizo consciente de su enfermedad. Hasta ese momento solo había buscado excusas
de por qué las cosas de vez en cuando no estaban bien, pero ya no podía negarse
a sí misma que tenía un problema, de eso no le quedaba la menor duda. Coral lo venía masticando hacía tiempo y lo
hablaba muy a menudo con Pedro pero no sabían qué hacer, a quién preguntarle
sin sentirse cohibidos. Tenía que ser alguien de confianza. La relación entre Coral y Pedro era impecable,
transparente, no había secretos. No llegaron a ninguna conclusión con sus observaciones
sobre el tema, pero definitivamente algo no caminaba como debía. Algo estaba mal.
Coral estaba en su
plenitud, era una mujer que cuidaba mucho su ropa, que lucía impecable a la
hora de ir a trabajar. Su maquillaje
resaltaba sus ojos, su cartera hacia juego con sus zapatos y no faltaba quien la
mirara dos veces porque siempre estaba muy arreglada y a la moda. Cuando no
estaba en tiempos difíciles hacía dietas eternas y lograba mantenerse en forma.
Los clientes eran locos para que ella
los atendiera y Coral siempre estaba en tranquilo control en las reuniones que
sostenían y ninguno de ellos se atrevía propasarse. De pronto dejaba de ser “la señorita simpatía”
para transformarse en la “señorita aborrecida”.
Si sabía que tenía una reunión con un cliente ponía todo su esfuerzo
para verse lo más profesional posible y disfrazaba sus ojeras, sus ojos
llorosos y hasta su postura. Iba impecablemente vestida, maquillada y en sus
tacos altos. Nadie podía notarlo. Sin
embargo si el trabajo del día era sin reuniones la historia era otra: el
maquillaje brillaba por su ausencia, su cara lavada reflejaba más de lo que
debía y su cabello recogido hacia atrás en una cola de caballo demostraba su
desgana. Una mañana una compañera de
oficina la descubrió con un zapato azul y otro negro, tal era su distracción,
pero nadie se dio cuenta porque lo tomaron a broma y ella les siguió la
corriente. La producción en su trabajo durante
esa época era no era la misma, aunque sólo ella se daba cuenta. Si llamaba a un cliente tenía que marcar el teléfono
varias veces porque las dos primeras se le habían confundido los números. “Este
número está fuera de servicio” le explicaba la voz grabada de la operadora o,
“Tiene el número equivocado”, le contestaba un anciano. Coral siempre se las
arreglaba para que el trabajo saliera y el resultado fuera el mismo, sólo que no
fluía como siempre y para conseguirlo tenía que esforzarse mucho más. En la casa no era mejor que en el trabajo. Su paciencia era escasa y sus hijos consumían
esa poca energía que le quedaba. No sólo había que estudiar con ellos, había
que cocinar, había que fregar platos, había que lavar ropa porque los uniformes
tenían que estar listos para el comienzo de la semana, había que seguir con la
rutina diaria aunque no fuera tan sencillo.
Pedro ayudaba en todo lo que podía pero trabajaba muchas veces hasta entrada
la noche y los dos se levantaban a las 6:00 de la mañana porque la escuela
comenzaba a las 7:20. La noche anterior había que dejar preparadas las
meriendas cosa de desayunar y salir, aguantar un poco del tapón mañanero y
seguir para el trabajo.
La oportunidad surgió
cuando su hijo amaneció con mucha fiebre y como no podía ir a la escuela en
esas condiciones, ella no pudo ir a trabajar y en cambio lo llevó al médico. Este
hombre había atendido a la familia por muchos años y ella se sintió en la
confianza de contarle “su problema”. Le
explicó que se sentía muy mal, que lo tenía todo en la vida para estar contenta
y que no entendía el porqué de esa angustia, ese dolor, esa desazón y esa tristeza
abrumadora. Tenía sentimientos de culpa porque era una carga para su esposo y
porque a sus hijos no lo podía atender como se merecían. Se sentía inútil,
inquieta, no podía concentrarse y las noches llenaban su cabeza con un demonio
propio. Daba vueltas y más vueltas en la cama sin dormir e ideando su propia
muerte; durante el día dormía un sueño pesado, espeso. Le angustiaba que su esposo trabajara, cuidara
de sus hijos, los llevara y los buscara a la escuela, se ocupara de que se bañaran,
que estudiaran y tratara de que llevaran una vida normal pese a los
acontecimientos. Ya no lo podía negar más,
la enfermedad la convertía en una incapacitada física y mental.
Continuará... No se pierdan la segunda parte de este artículo la semana que viene. ¡Japi Bloguin!