“No es que te vas
a morir, es cómo vas a vivir”.
Alianza para un Puerto Rico sin Drogas
"Tirado en las cunetas". Si había un fondo, este debía
ser. ¿Cómo llegó a ese punto, a un mundo sin regreso, a una soledad abrumadora,
a vivir sin hogar, a morir en vida; un ser inexistente para los peatones que lo
ignoraban o lo miraban sin verlo. Los carros le pasaban por el lado y en verdad el
tampoco parecía notarlos.
Barbudo, sin asear, con ropa que colgaba de su cuerpo
endeble y tan sucia, que parecía que en forma permanente vestía de gris y es que
en realidad habían perdido su color. El blanco de sus ojos, amarillo, del mismo
color que su piel. La piquiña por momentos era terrible, por momentos era
tolerable. A veces sus brazos se movían descontroladamente como si fuera una
marioneta, sin embargo, no se veía quién era el que manejaba los hilos, ¿Los
animales de sus alucinaciones, lo atacaban y el se estaba defendiendo? Hablaba
sólo, con nadie en particular, no se sabía si era porque no tenía con quien
hablar o su sistema estaba tan alterado que lo hacía escuchar diálogos que no
existían más que en su propia cabeza. A
veces peleaba, quién sabe contra cuál demonio. Los que solían pasar por ahí, se referían a él como “el borrachito”, no parecía agresivo y no molestaba a nadie. Su vida era una molestia solamente para el mismo y el miedo le hacía saber que estaba vivo.
veces peleaba, quién sabe contra cuál demonio. Los que solían pasar por ahí, se referían a él como “el borrachito”, no parecía agresivo y no molestaba a nadie. Su vida era una molestia solamente para el mismo y el miedo le hacía saber que estaba vivo.
Si no me hubieran contado su historia, no lo hubiera
podido creer. Solía sentarse en una
placita de árboles nobles que le brindaban sombra y lo protegían del sol
candente del Caribe. Dormía en un banco en esa misma plaza cubierto de cartones
para protegerse del sereno. A veces, algún perro vagabundo buscaba su compañía
hasta que se cansaba porque no había comida, el hambre lo hacía irse en busca
de otros rumbos y también lo abandonaba… y el pobre Raúl se quedaba otra vez
sólo sumergido en su mundo de pesadillas, desoladamente despierto.
Le tocó nacer en una familia de clase media, criado
con todos los deseos que cualquier otro niño hubiera añorado, era el más pequeño
de cinco hermanos. Cuando llegó al mundo sus padres ya no estaban en la edad de
criar, tenían sus propios nietos y así fue como lo formaron, como otro nieto
más, solo que él vivía con ellos.
Hasta que tuvo que comenzar la escuela, su mamá
disfrutó muchísimo con él. Era como haber traído un cachorrito nuevo a la casa.
Todo era felicidad, todo lo que Raulito hacía era una gracia, no importaba qué,
todo se le festejaba. Cuando fue creciendo tenía rabietas y se podía pasar
gritando sin ganas por media hora, tirando puños y patadas. Tratar de
consolarlo, ponía el problema peor, pero los González, no parecían darse
cuenta. Con un muchachito tan malcriado era imposible ir a un centro comercial
o a un restaurante y se preguntaban qué estaban haciendo mal, si con sus otros
hijos no recordaban haber tenido ningún problema.
La ley era muy injusta atacando a los padres
que deseaban poner un poco de orden y permitiendo que otros con “tanta ley” contra el maltrato tiraran un bebé contra la pared porque lloraba un poco. Sin embargo, este no era el caso, realmente era un maltrato inverso, al dar demasiado y no poner ninguna disciplina. Mucho amor, adoración, dejando que Raulito hiciera lo que quisiera cuando quisiera, a los cuatro años todavía se comportaba como un bebé y los manipulaba como un hombre.
La ley era muy injusta atacando a los padres
que deseaban poner un poco de orden y permitiendo que otros con “tanta ley” contra el maltrato tiraran un bebé contra la pared porque lloraba un poco. Sin embargo, este no era el caso, realmente era un maltrato inverso, al dar demasiado y no poner ninguna disciplina. Mucho amor, adoración, dejando que Raulito hiciera lo que quisiera cuando quisiera, a los cuatro años todavía se comportaba como un bebé y los manipulaba como un hombre.
Hubo que ensenarle a ir al baño antes que cumpliera
los cinco años porque la escuela no lo iba a aceptar con pañales y ese sí que
fue un suplicio, tanto para la señora González como para el niño. El padre no
se metía en ese tipo de menesteres porque él era hombre y los hombres no
cambiaban pañales, no hacían biberones y mucho menos enseñaban a un niño a ir
al baño.
Llegó la hora de ir a Kínder y en ese momento la
señora González acostumbrada a no tener la obligación de mirar el reloj durante
tantos años, sin cumplir horarios, entendió que su mundo había girado a 360
grados. Volvió a sus épocas de madre, a mirar el reloj, a preparar desayuno que no siempre el
muchachito quería comer, a llevar a Raulito a la escuela y a buscarlo, a hablar
con las maestras y a recibir informes de calificaciones, a buscar teléfonos de
otras madres porque no sabía con certeza si el niño traía apuntadas todas las
asignaciones, con el agravante de que las otras madres que llevaban a sus niños
a la escuelita pensaban que era ella la abuela de su hijo y no se puede negar
que lo parecía. Representaba su papel de abuelita muy bien, porque en realidad
lo era y cuando se levantaba a despertar al nene, cansada y sin ganas de
levantarse, sin una gota de maquillaje y poniéndose lo que encontrara proyectaba
su edad real y tal vez algo más. Todos los comienzos de año muchas mamás
jóvenes, bien arregladas que posiblemente iban a su trabajo, le preguntaban si
le ayudaba a sus hijos con el cuidado del nene, pero ya se había cansado y no
les aclaraba la situación, era más fácil que pensaran que era la abuela…
Cuando comenzaron las asignaciones era la señora González
la que se sentaba todas las tardes con Raulito y los malos ratos eran grandes,
hasta que decidieron contratar un tutor. Lo curioso era que en la escuela y con
el tutor el niño se portaba sumamente bien, era un chico inteligente y muy
tranquilo.
Por fin se habían acabado las molestias del “High
School” donde había que hacer caso a la “Misis”. La principal tenía el ojo
aguzado y una nariz estilo águila, lo único que le faltaba era hacer el nido en
un árbol alto, muy alto y de una vez quedarse allí. “¡Qué mujer amargada! Esa era la razón porque
la que era divorciada, si no había quien la aguante, peleando por tantas
tonterías!”, refunfuñaba Raulito. “¿Por qué demonios había que llevar la camiseta
del uniforme metido adentro del pantalón?” “¿Por qué las zapatillas tenían que
ser negras completamente si unas con rayas rojas o blancas se veían muy bien?”
“¿Por qué había que entregar las llaves de los carros en la oficina y recogerlos recién antes de irse de la escuela?” “¿Por qué no se podía entrar con el celular a las clases?” “¿Por qué no se podía escuchar “reguetón”?” “¿Por qué se confiscaban gorras, celulares y iPods? ¡Eso era inconstitucional!” Aunque, Raúl, firmaba el reglamento de la escuela todos los años con todos sus compañeros y las reglas eran muy claras. Sin embargo, para Raulito era una vida muy restringida, él quería ser “un espíritu libre” y no se lo permitían. No veía la hora de entrar a la universidad. “¡Adiós uniforme, bienvenida libertad!”.
“¿Por qué había que entregar las llaves de los carros en la oficina y recogerlos recién antes de irse de la escuela?” “¿Por qué no se podía entrar con el celular a las clases?” “¿Por qué no se podía escuchar “reguetón”?” “¿Por qué se confiscaban gorras, celulares y iPods? ¡Eso era inconstitucional!” Aunque, Raúl, firmaba el reglamento de la escuela todos los años con todos sus compañeros y las reglas eran muy claras. Sin embargo, para Raulito era una vida muy restringida, él quería ser “un espíritu libre” y no se lo permitían. No veía la hora de entrar a la universidad. “¡Adiós uniforme, bienvenida libertad!”.
Los años pasaron, los González se ponían cada vez más
viejos y cuando Raulito entró a la universidad todo empeoró. La señora González
ya tenía 68 años y tanto ella como su esposo, con 73 años hacía tiempo que
habían pasado la edad del seguro social pero así y todo tenían un buen pasar.
Un buen día, inesperadamente, el señor González no
despertó. Su esposa no podía creer lo que había pasado, había quedado viuda con
un muchacho de 18 años a quien era imposible controlar sin una figura paterna.
Sus demás hijos prometieron ayudarla pero cada uno tenía su propia familia y
sus propios problemas también, así que con el pasar de los meses, se les pasó
la triste emoción de la muerte de su padre y la señora González quedó completamente
sola, ahogada en su infortunio, como les suele suceder a todas las viudas.
Las reglas que trataba de imponerle a Raulito pasaban
inadvertidas para el muchacho. La universidad se transformó en un punto de
encuentro para hacer sociales y ver qué actividad se programaba para las
noches. Comenzó a beber porque sus amigos lo hacían, se cortaba el pelo de manera
estrafalaria, su ropa comenzó a cambiar porque necesitaba tener su propio
“estilo”. En sus primeras salidas vio que los demás muchachos tomaban cerveza,
a veces ocho, a veces diez y como él no estaba acostumbrado, se las bebía a la
fuerza aunque le dieran nauseas. La presión de grupo era muy grande y él tenía un
deseo muy grande de “pertenecer”. Con el tiempo comenzó a probar otros tragos
que lo emborrachaban mucho más rápido y se ponía muy agresivo. Varias veces
vomitó por la cantidad de alcohol que había tomado, hasta que se dio cuenta que
eso no iba bien con su “imagen” y dijo “nunca más voy a llegar a este punto”,
aunque siguió bebiendo.
aunque siguió bebiendo.
Pasaron los años, en su casa su mamá se cansó del
estrés que le traía su hijo y ya no le preguntaba cómo iban sus estudios ni se
ocupaba de poner ninguna regla, sabía que la situación se le había ido de las
manos y que habían pasado por muchas peleas y todavía no había ningún indicio
de una graduación. Raúl fue ganando terreno poco a poco y su mamá tenía
problemas más importantes que atender. Su salud y su apariencia con 72 años mal
llevados, se asemejaban a los de una mujer de ochenta largos.
El último suceso que aconteció fue cuando comenzó a sentirse mal y cuando los estudios que le mandaron a hacer llegaron con el resultado positivo… a cáncer; no se sabía cuánto tiempo iba a vivir. Aparentemente, el cáncer estaba localizado y no había hecho metástasis; la operaron y con el tratamiento de radiación y quimioterapia sus hijos tenían fe de que la enfermedad entraría en remisión, sin embargo, los médicos no prometían nada y la señora era una persona mayor cuyas defensas no eran las mismas que las de una mujer joven.
El último suceso que aconteció fue cuando comenzó a sentirse mal y cuando los estudios que le mandaron a hacer llegaron con el resultado positivo… a cáncer; no se sabía cuánto tiempo iba a vivir. Aparentemente, el cáncer estaba localizado y no había hecho metástasis; la operaron y con el tratamiento de radiación y quimioterapia sus hijos tenían fe de que la enfermedad entraría en remisión, sin embargo, los médicos no prometían nada y la señora era una persona mayor cuyas defensas no eran las mismas que las de una mujer joven.
Lo que Raúl hacía o dejaba de hacer nadie lo sabía,
porque nadie se ocupaba. El se quedó en la casa porque su madre no podía estar
sola con su enfermedad y necesitaba el cuidado de alguien que la atendiera, así
que una de sus hijas se la llevó “temporalmente a vivir con ella” hasta que se
recuperara. Raúl se quedó solo en la casa de sus padres y como estaba paga, con
la pensión que había dejado el finado señor González alcanzaba para pagar agua,
luz y los gastos de medicinas para la señora González, pero ya no para mantener
a Raúl, que además no era un niño aunque sus actitudes se parecían a las de uno.
Raúl tuvo que buscar un trabajito y dejó la
universidad. “No era su culpa, su papá se murió, su mamá se enfermó y lo
dejaron sólo, tenía que trabajar que podía hacer”. ¡Pobre muchacho! La ambición
de su vida era dedicarse a su placer personal. Con una casa para el sólo
organizaba fiestas con “sus” amigos que eran tan vagos como él, el alcohol
sobraba, las mujeres también y la juventud ocupaba la casa en los cuartos, en
la sala y hasta en la cocina, hasta que la borrachera se les pasaba y
descubrían que habían dormido en el piso, en el sofá y algunos con suerte en
una cama. También la sorpresa era, ver junto a quién se despertarían.
Era un desastre total, Sodoma y Gomorra se quedaban chiquitas al lado del desmadre que vivía Raúl. Tan es asi que muchas veces los vecinos llamaban a la policía porque con ese alboroto y la música tan alta era imposible dormir. “¡La vida era grandiosa!” La casa se limpiaba de vez en cuando, por lo general cuando traían mujeres a la fiesta, pero habitualmente lo que había era un desorden infernal; platos con comida a medio comer, cajas de pizza vacías y a medio llenar, vasos desechables con licor y sin licor, botellas y latas de cerveza en el mismo lugar donde habían caído días antes y después venía el desorden en la cocina: una arrocera con las sobras de arroz de quien sabe cuándo, en remojo en el fregadero que alguna vez se iban a limpiar, ollas y sartenes con restos de aceite rancio y los topes de los muebles de la cocina llenos de migas de pan, latas de habichuelas abiertas, latas de salsa a mitad, cebollas podridas y cascaras también y mimes por doquier. En esos “counters” las hormigas hacían su propio festival y seguramente las cucarachas hacían lo propio por la noche. Irónicamente, lo único limpio era el zafacón con su bolsa plástica porque nunca se usaba. Los cuartos eran un desbarajuste total, la ropa estaba tirada en parvas por todos lados, sobre muebles, en el piso, entre la cama y la pared, etc. Las toallas y las sabanas nunca se lavaban y los baños tenían el mismo olor que una letrina abandonada.
Era un desastre total, Sodoma y Gomorra se quedaban chiquitas al lado del desmadre que vivía Raúl. Tan es asi que muchas veces los vecinos llamaban a la policía porque con ese alboroto y la música tan alta era imposible dormir. “¡La vida era grandiosa!” La casa se limpiaba de vez en cuando, por lo general cuando traían mujeres a la fiesta, pero habitualmente lo que había era un desorden infernal; platos con comida a medio comer, cajas de pizza vacías y a medio llenar, vasos desechables con licor y sin licor, botellas y latas de cerveza en el mismo lugar donde habían caído días antes y después venía el desorden en la cocina: una arrocera con las sobras de arroz de quien sabe cuándo, en remojo en el fregadero que alguna vez se iban a limpiar, ollas y sartenes con restos de aceite rancio y los topes de los muebles de la cocina llenos de migas de pan, latas de habichuelas abiertas, latas de salsa a mitad, cebollas podridas y cascaras también y mimes por doquier. En esos “counters” las hormigas hacían su propio festival y seguramente las cucarachas hacían lo propio por la noche. Irónicamente, lo único limpio era el zafacón con su bolsa plástica porque nunca se usaba. Los cuartos eran un desbarajuste total, la ropa estaba tirada en parvas por todos lados, sobre muebles, en el piso, entre la cama y la pared, etc. Las toallas y las sabanas nunca se lavaban y los baños tenían el mismo olor que una letrina abandonada.
Uno de los grandes panas (amigos) de Raúl, introdujo
la mariguana a la casa.
Al comienzo fue para probar una sensación nueva, con el
tiempo fue un hábito donde todas las noches se probaba mariguana de otra
calidad y con diferentes métodos para no hacerlo tan aburrido. Iban a “capear”
(comprar mariguana) a distintos caseríos de la ciudad, por las dudas no hubiera
una redada. Después de un tiempo algunos
probaron con cocaína y algunos más con crack. “Cool”. A Raúl le daba miedo probar
otras drogas porque sabía que se podía morir de una sobredosis, así que él
seguía feliz con su mariguana, porque de fumar “la gloriosa mariguana, como su
ídolo Bob Marley, nadie se había muerto”.
Estaba convencido que pronto iba a ser legal, como en California, que se
podía conseguir con receta médica. “Si era usada para uso “medicinal” no podía
ser tan mala”, pensaba él.
A todo esto la mamá de Raúl iba de mal en peor, su tumor
había resultado ser muy agresivo y aunque los primeros estudios no lo habían
demostrado, cuando la operaron, el cáncer ya se había regado silenciosamente a
otro órgano. Aparentemente en ese momento, su cuerpo estaba ocupado por órganos
sanos hasta que poco a poco, todos fueron infectados con células que luego se convirtieron
en tumores, que la consumían. Ya los tratamientos no hacían el menor efecto
porque lo que los médicos trataban de controlar por un lado, se disparaba por
otro. Aunque sus hijos no se lo decían, sabían que la enfermedad estaba
acabando con ella y después de tanto sufrimiento, a los 75 años, la señora falleció.
Comenzaron los trámites de la herencia que no iban a
demorar mucho, según los abogados, porque no había mucho para heredar, estaba
la casa, unos chavitos (dinero, literalmente centavos) en el banco que se
habían ahorrado con sacrificio y que contribuyeron a pagar los gastos médicos
de la señora González y un terreno que se compró en su momento con el sueño de
hacer una casa, que nunca se concretó.
Continuará...
No te pierdas esta historia, estoy segura que la continuación no es el fin que esperas... Hoy es 13 de noviembre, ya estamos a nada de Thanksgiving... y se nos ha ido otro año... Los espero el domingo que viene por aquí, por Bloggeando Vivencias ¡Japi Bloguin!