domingo, 13 de noviembre de 2011

La historia de Raulito, no dejes que te pase a ti…


“No es que te vas a morir, es cómo vas a vivir”.
Alianza para un Puerto Rico sin Drogas



"Tirado en las cunetas". Si había un fondo, este debía ser. ¿Cómo llegó a ese punto, a un mundo sin regreso, a una soledad abrumadora, a vivir sin hogar, a morir en vida; un ser inexistente para los peatones que lo ignoraban o lo miraban sin verlo. Los carros le pasaban por el lado y en verdad el tampoco parecía notarlos.

Barbudo, sin asear, con ropa que colgaba de su cuerpo endeble y tan sucia, que parecía que en forma permanente vestía de gris y es que en realidad habían perdido su color. El blanco de sus ojos, amarillo, del mismo color que su piel. La piquiña por momentos era terrible, por momentos era tolerable. A veces sus brazos se movían descontroladamente como si fuera una marioneta, sin embargo, no se veía quién era el que manejaba los hilos, ¿Los animales de sus alucinaciones, lo atacaban y el se estaba defendiendo? Hablaba sólo, con nadie en particular, no se sabía si era porque no tenía con quien hablar o su sistema estaba tan alterado que lo hacía escuchar diálogos que no existían más que en su propia cabeza.  A
veces peleaba, quién sabe contra cuál demonio. Los que solían pasar por ahí, se referían a él como “el borrachito”, no parecía agresivo y no molestaba a nadie. Su vida era una molestia solamente para el mismo y el miedo le hacía saber que estaba vivo.

Si no me hubieran contado su historia, no lo hubiera podido creer.  Solía sentarse en una placita de árboles nobles que le brindaban sombra y lo protegían del sol candente del Caribe. Dormía en un banco en esa misma plaza cubierto de cartones para protegerse del sereno. A veces, algún perro vagabundo buscaba su compañía hasta que se cansaba porque no había comida, el hambre lo hacía irse en busca de otros rumbos y también lo abandonaba… y el pobre Raúl se quedaba otra vez sólo sumergido en su mundo de pesadillas, desoladamente despierto.

Le tocó nacer en una familia de clase media, criado con todos los deseos que cualquier otro niño hubiera añorado, era el más pequeño de cinco hermanos. Cuando llegó al mundo sus padres ya no estaban en la edad de criar, tenían sus propios nietos y así fue como lo formaron, como otro nieto más, solo que él vivía con ellos.

Hasta que tuvo que comenzar la escuela, su mamá disfrutó muchísimo con él. Era como haber traído un cachorrito nuevo a la casa. Todo era felicidad, todo lo que Raulito hacía era una gracia, no importaba qué, todo se le festejaba. Cuando fue creciendo tenía rabietas y se podía pasar gritando sin ganas por media hora, tirando puños y patadas. Tratar de consolarlo, ponía el problema peor, pero los González, no parecían darse cuenta. Con un muchachito tan malcriado era imposible ir a un centro comercial o a un restaurante y se preguntaban qué estaban haciendo mal, si con sus otros hijos no recordaban haber tenido ningún problema. 


La ley era muy injusta atacando a los padres
que deseaban poner un poco de orden y permitiendo que otros con “tanta ley” contra el maltrato tiraran un bebé contra la pared porque lloraba un poco. Sin embargo, este no era el caso, realmente era un maltrato inverso, al dar demasiado y no poner ninguna disciplina. Mucho amor, adoración, dejando que Raulito hiciera lo que quisiera cuando quisiera, a los cuatro años todavía se comportaba como un bebé y los manipulaba como un hombre.

Hubo que ensenarle a ir al baño antes que cumpliera los cinco años porque la escuela no lo iba a aceptar con pañales y ese sí que fue un suplicio, tanto para la señora González como para el niño. El padre no se metía en ese tipo de menesteres porque él era hombre y los hombres no cambiaban pañales, no hacían biberones y mucho menos enseñaban a un niño a ir al baño.

Llegó la hora de ir a Kínder y en ese momento la señora González acostumbrada a no tener la obligación de mirar el reloj durante tantos años, sin cumplir horarios, entendió que su mundo había girado a 360 grados. Volvió a sus épocas de madre, a mirar el reloj,  a preparar desayuno que no siempre el muchachito quería comer, a llevar a Raulito a la escuela y a buscarlo, a hablar con las maestras y a recibir informes de calificaciones, a buscar teléfonos de otras madres porque no sabía con certeza si el niño traía apuntadas todas las asignaciones, con el agravante de que las otras madres que llevaban a sus niños a la escuelita pensaban que era ella la abuela de su hijo y no se puede negar que lo parecía. Representaba su papel de abuelita muy bien, porque en realidad lo era y cuando se levantaba a despertar al nene, cansada y sin ganas de levantarse, sin una gota de maquillaje y poniéndose lo que encontrara proyectaba su edad real y tal vez algo más. Todos los comienzos de año muchas mamás jóvenes, bien arregladas que posiblemente iban a su trabajo, le preguntaban si le ayudaba a sus hijos con el cuidado del nene, pero ya se había cansado y no les aclaraba la situación, era más fácil que pensaran que era la abuela…

Cuando comenzaron las asignaciones era la señora González la que se sentaba todas las tardes con Raulito y los malos ratos eran grandes, hasta que decidieron contratar un tutor. Lo curioso era que en la escuela y con el tutor el niño se portaba sumamente bien, era un chico inteligente y muy tranquilo.

Por fin se habían acabado las molestias del “High School” donde había que hacer caso a la “Misis”. La principal tenía el ojo aguzado y una nariz estilo águila, lo único que le faltaba era hacer el nido en un árbol alto, muy alto y de una vez quedarse allí.  “¡Qué mujer amargada! Esa era la razón porque la que era divorciada, si no había quien la aguante, peleando por tantas tonterías!”, refunfuñaba Raulito. “¿Por qué demonios había que llevar la camiseta del uniforme metido adentro del pantalón?” “¿Por qué las zapatillas tenían que ser negras completamente si unas con rayas rojas o blancas se veían muy bien?”
“¿Por qué había que entregar las llaves de los carros en la oficina y recogerlos recién antes de irse de la escuela?” “¿Por qué no se podía entrar con el celular a las clases?” “¿Por qué no se podía escuchar “reguetón”?” “¿Por qué se confiscaban gorras, celulares y iPods? ¡Eso era inconstitucional!” Aunque, Raúl, firmaba el reglamento de la escuela todos los años con todos sus compañeros y las reglas eran muy claras. Sin embargo, para Raulito era una vida muy restringida, él quería ser “un espíritu libre” y no se lo permitían. No veía la hora de entrar a la universidad. “¡Adiós uniforme, bienvenida libertad!”.

Los años pasaron, los González se ponían cada vez más viejos y cuando Raulito entró a la universidad todo empeoró. La señora González ya tenía 68 años y tanto ella como su esposo, con 73 años hacía tiempo que habían pasado la edad del seguro social pero así y todo tenían un buen pasar.

Un buen día, inesperadamente, el señor González no despertó. Su esposa no podía creer lo que había pasado, había quedado viuda con un muchacho de 18 años a quien era imposible controlar sin una figura paterna. Sus demás hijos prometieron ayudarla pero cada uno tenía su propia familia y sus propios problemas también, así que con el pasar de los meses, se les pasó la triste emoción de la muerte de su padre y la señora González quedó completamente sola, ahogada en su infortunio, como les suele suceder a todas las viudas.

Las reglas que trataba de imponerle a Raulito pasaban inadvertidas para el muchacho. La universidad se transformó en un punto de encuentro para hacer sociales y ver qué actividad se programaba para las noches. Comenzó a beber porque sus amigos lo hacían, se cortaba el pelo de manera estrafalaria, su ropa comenzó a cambiar porque necesitaba tener su propio “estilo”. En sus primeras salidas vio que los demás muchachos tomaban cerveza, a veces ocho, a veces diez y como él no estaba acostumbrado, se las bebía a la fuerza aunque le dieran nauseas. La presión de grupo era muy grande y él tenía un deseo muy grande de “pertenecer”. Con el tiempo comenzó a probar otros tragos que lo emborrachaban mucho más rápido y se ponía muy agresivo. Varias veces vomitó por la cantidad de alcohol que había tomado, hasta que se dio cuenta que eso no iba bien con su “imagen” y dijo “nunca más voy a llegar a este punto”,
aunque siguió bebiendo.

Pasaron los años, en su casa su mamá se cansó del estrés que le traía su hijo y ya no le preguntaba cómo iban sus estudios ni se ocupaba de poner ninguna regla, sabía que la situación se le había ido de las manos y que habían pasado por muchas peleas y todavía no había ningún indicio de una graduación. Raúl fue ganando terreno poco a poco y su mamá tenía problemas más importantes que atender. Su salud y su apariencia con 72 años mal llevados, se asemejaban a los de una mujer de ochenta largos. 


El último suceso que aconteció fue cuando comenzó a sentirse mal y cuando los estudios que le mandaron a hacer llegaron con el resultado positivo… a cáncer; no se sabía cuánto tiempo iba a vivir. Aparentemente, el cáncer estaba localizado y no había hecho metástasis; la operaron y con el tratamiento de radiación y quimioterapia sus hijos tenían fe de que la enfermedad entraría en remisión, sin embargo, los médicos no prometían nada y la señora era una persona mayor cuyas defensas no eran las mismas que las de una mujer joven.

Lo que Raúl hacía o dejaba de hacer nadie lo sabía, porque nadie se ocupaba. El se quedó en la casa porque su madre no podía estar sola con su enfermedad y necesitaba el cuidado de alguien que la atendiera, así que una de sus hijas se la llevó “temporalmente a vivir con ella” hasta que se recuperara. Raúl se quedó solo en la casa de sus padres y como estaba paga, con la pensión que había dejado el finado señor González alcanzaba para pagar agua, luz y los gastos de medicinas para la señora González, pero ya no para mantener a Raúl, que además no era un niño aunque sus actitudes se parecían a las de uno.

Raúl tuvo que buscar un trabajito y dejó la universidad. “No era su culpa, su papá se murió, su mamá se enfermó y lo dejaron sólo, tenía que trabajar que podía hacer”. ¡Pobre muchacho! La ambición de su vida era dedicarse a su placer personal. Con una casa para el sólo organizaba fiestas con “sus” amigos que eran tan vagos como él, el alcohol sobraba, las mujeres también y la juventud ocupaba la casa en los cuartos, en la sala y hasta en la cocina, hasta que la borrachera se les pasaba y descubrían que habían dormido en el piso, en el sofá y algunos con suerte en una cama. También la sorpresa era, ver junto a quién se despertarían.
Era un desastre total, Sodoma y Gomorra se quedaban chiquitas al lado del desmadre que vivía Raúl. Tan es asi que muchas veces los vecinos llamaban a la policía porque con ese alboroto y la música tan alta era imposible dormir. “¡La vida era grandiosa!” La casa se limpiaba de vez en cuando, por lo general cuando traían mujeres a la fiesta, pero habitualmente lo que había era un desorden infernal; platos con comida a medio comer, cajas de pizza vacías y a medio llenar, vasos desechables con licor y sin licor, botellas y latas de cerveza en el mismo lugar donde habían caído días antes y después venía el desorden en la cocina: una arrocera con las sobras de arroz de quien sabe cuándo, en remojo en el fregadero que alguna vez se iban a limpiar, ollas y sartenes con restos de aceite rancio y los topes de los muebles de la cocina llenos de migas de pan, latas de habichuelas abiertas, latas de salsa a mitad, cebollas podridas y cascaras también y mimes por doquier. En esos “counters” las hormigas hacían su propio festival y seguramente las cucarachas hacían lo propio por la noche. Irónicamente, lo único limpio era el zafacón con su bolsa plástica porque nunca se usaba. Los cuartos eran un desbarajuste total, la ropa estaba tirada en parvas por todos lados, sobre muebles, en el piso, entre la cama y la pared, etc. Las toallas y las sabanas nunca se lavaban y los baños tenían el mismo olor que una letrina abandonada.

Uno de los grandes panas (amigos) de Raúl, introdujo la mariguana a la casa.


Al comienzo fue para probar una sensación nueva, con el tiempo fue un hábito donde todas las noches se probaba mariguana de otra calidad y con diferentes métodos para no hacerlo tan aburrido. Iban a “capear” (comprar mariguana) a distintos caseríos de la ciudad, por las dudas no hubiera una redada.  Después de un tiempo algunos probaron con cocaína y algunos más con crack. “Cool”. A Raúl le daba miedo probar otras drogas porque sabía que se podía morir de una sobredosis, así que él seguía feliz con su mariguana, porque de fumar “la gloriosa mariguana, como su ídolo Bob Marley, nadie se había muerto”.  Estaba convencido que pronto iba a ser legal, como en California, que se podía conseguir con receta médica. “Si era usada para uso “medicinal” no podía ser tan mala”, pensaba él.

A todo esto la mamá de Raúl iba de mal en peor, su tumor había resultado ser muy agresivo y aunque los primeros estudios no lo habían demostrado, cuando la operaron, el cáncer ya se había regado silenciosamente a otro órgano. Aparentemente en ese momento, su cuerpo estaba ocupado por órganos sanos hasta que poco a poco, todos fueron infectados con células que luego se convirtieron en tumores, que la consumían. Ya los tratamientos no hacían el menor efecto porque lo que los médicos trataban de controlar por un lado, se disparaba por otro. Aunque sus hijos no se lo decían, sabían que la enfermedad estaba acabando con ella y después de tanto sufrimiento, a los 75 años, la señora falleció. 

Comenzaron los trámites de la herencia que no iban a demorar mucho, según los abogados, porque no había mucho para heredar, estaba la casa, unos chavitos (dinero, literalmente centavos) en el banco que se habían ahorrado con sacrificio y que contribuyeron a pagar los gastos médicos de la señora González y un terreno que se compró en su momento con el sueño de hacer una casa, que nunca se concretó.

Continuará...

No te pierdas esta historia, estoy segura que la continuación no es el fin que esperas... Hoy es 13 de noviembre, ya estamos a nada de Thanksgiving... y se nos ha ido otro año... Los espero el domingo que viene por aquí, por Bloggeando Vivencias ¡Japi Bloguin!

1 comentario:

  1. Wow, que triste historia; me suena un poco familar pues me acuerda una persona que ya no existe, pero actuaba de manera similar. Espero o cómo en en inglich : can't wait for next sunday

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